Madrigal, Pancho (2015). Tambache de cuentillos panicosos. Guadalajara: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Seminario de Cultura Mexicana.

El diablo es el príncipe de los demonios (Mt., 12,24). La encarnación de la perversidad, el antagonista de Dios. Satán, que significa adversario, incita al hombre al mal, puede representarse a través de la serpiente del Génesis o el dragón del Apocalipsis. Figurativamente es un ser horroroso, su estampa humana se deforma cuanto más se acerca a los hombres, quienes advierten enseguida un olor a azufre, rojez en las carnes, mirada penetrante y retorcidos cuernos.

A partir de la Edad Media, la imagen del diablo es de una bestia mortal. De acuerdo con la comparación hecha por el apóstol Pedro, el diablo es como un león que trata de devorar a aquellos que están en la ignorancia: “Velad, porque vuestro adversario el diablo […] anda alrededor buscando a quien devorar” (I, 5,8). Esta temeridad es legendaria, como su presencia misma.

La mitificación de la representatividad del diablo parte del texto bíblico y se asienta en las obras de Gonzalo de Berceo, el Arcipreste de Hita y el infante don Juan Manuel, obras de carácter moralizante que advierten al lector acerca de las adecuadas formas de conducta. Hay que estar temeroso de la palabra de Dios, no servir al maligno, cuidarse de la desobediencia, ser probo, porque aquel que comete pecado es del diablo, y por ende, obsequia su voluntad y su vida.

En Tambache de cuentillos panicosos de Pancho Madrigal, el personaje del diablo aparece en la tercera parte de las narraciones presentadas. Esta es la razón por la que se ha decidido hablar del diablo al reseñar este libro. Seis de los diecinueve textos presentan a Lucifer como figura central. Observe el oyente los títulos: “Endiablada gula”; “El catrín de negro”; “Diablillo apestoso”; “El diablo en la cantina”; “El diablo en la parrilla”; “El diablito verde”, y un séptimo relato que nombra la maligna presencia en “La carretilla endemoniada”. Hay una característica que une a todos estos demonios: son pobres diablos.

Para lograr desmitificarlos, Pancho Madrigal se vale del humor negro, porque sus diablos no asustan, no causan temor ni hacen pensar en circunstancias graves, el diablo se vuelve caricatura, es un ente cómico sin proponérselo, incluso infantilizado. Satán se ridiculiza. El mexicano puede más que el chamuco, como se le llama al personaje en México. Ya el título es un adelanto del tipo de discurso que el narrador usará: Esta no es una colección ni un cuento de cuentos de miedo, sino un Tambache de cuentillos panicosos, por lo tanto el diablo no es Belcebú, Lucifer ni Luzbel, sino el demoño, el coludo, el Candingas, el Caifán Mayor.

En La ciudad escrita, Lauro Zavala explora al humor no sólo como una estrategia narrativa, sino que también lo reconoce como un estilo de vida: un vehículo para la crítica social, el síntoma de una ruptura con las convenciones, una exploración de lo diferente, un viaje hacia lo otro y tal vez, a fin de cuentas, el inicio de un diálogo más satisfactorio con la realidad” (Zavala, 2000, p. 9). Los mexicanos reímos siempre, no importa la gravedad del asunto.

En el relato “Endiablada gula” el despistado diablejo es vencido por tres hermanos rancheros que se lo quieren comer una vez que se lo han encontrado en los campos, porque el hecho de que no sea humano y se mueva, lo condiciona a la olla. La estrategia de los campiranos es hablar con refranes, artilugio utilizado en aquellas ocasiones en que no querían que un extraño entendiera de lo que hablaban. Con oraciones como: “cuando el cochino está gordo, hasta el rabo es chicharrón” (21) o “en tiempos de veda no hay pato malo” (21), logran incitarse para emboscar al demonio, en una acción que no se verbaliza, pero se lleva a cabo: los hermanos sacan a un mismo tiempo sus rosarios, se persignan y comienzan a rezar. El chamuco termina como toda bestia: con las patas levantadas y la cola estirada.

Este cuento es particularmente interesante porque se relaciona con el pensamiento de Ambrose Bierce respecto al lugar que ocupa el alma en el cuerpo. Bierce afirma que el alma se encuentra en el estómago, en contra de lo dicho por decenas de teólogos. De tal manera que si el interés supremo del diablo es apoderarse del alma de esos rancheros que se ha encontrado en despoblado, son los hermanos quienes se lo llevan al estómago, en diablura mayor. Satanás queda listo para ser convertido en chicharrones a la diabla.

En “El catrín de negro” la representación de Luzbel se modifica. Recuérdese que el diablo “no anda escaso nunca de apariencias, como afirma Jean Chevalier en su Diccionario de los símbolos (1993, p. 414). En el cuento de Pancho Madrigal el hombre de bigotes de vinagrillo ahora va “vestido de negro, con capa larga y bastón, y un sombrero de copa muy alta” (36). Es un transeúnte nocturno, que camina por las callejuelas del pueblo de medianoche y madrugada. La gente sospecha que ese sujeto es un difunto, o el mismo diablo. Al protagonista del relato, don Anfitrión Benites, no le asusta, incluso quiere tirarle el sombrero con su pistola, afición incontrolable que lo había llevado a derribar todo tipo de tejanos, bombines y cascos disparatados.

Como todo cristiano, el antagonista del diablo sabe qué armas usar para vencer al demonio. A falta de estampas de santos, lleva tres rosarios, dos escapularios, agua bendita y un gran crucifijo. Con dicho armamento y escudos, el enfrentamiento se hace más fácil. La peripecia del cuento nos informa que aquel sujeto de sombrero de copa no era el diablo, sino un mago de circo. Pero el hecho es que la tradición no falla cuando aconseja que adminículos llevar para enfrentar al diablo, en caso de toparse con tan ingrato personaje.    

Este cambio de espacios y de actitudes mundanas, provoca que el diablo se humanice. Y ya siendo humano es capaz de cualquier debilidad y desvarío, como la de treparse a la bicicleta de un hijo desobediente (“El diablo en la parrilla”) para dar una lección de pánico. Habrá que decirse que el diablo, no es único ni superior a los humanos con quienes convive, sino que hay montones de diablillos, uno verde, muchos rojos, con apariencia de chivo o de bestia con cuernos (“El diablito verde”). De alguna manera, estos diablejos no son sino la representación de los muchos males que nos aquejan.

La presencia del mal en la vida cotidiana, es tan frecuente, que se le ha perdido el respeto. El diablo ya no muerde, ya no mata, ya no asusta. Es como ese personajillo que casi para cerrar el libro declara: “Yo siempre estoy acá, ocupado en esta noble y honrosa tarea de espantar gentes mortales; nomás que me aburro mucho porque aquí casi nunca ha a quién sacarle un buen sustazo” (78) y es que en estos impíos tiempos del siglo XXI, muchos ni siquiera conocen la historia del Diablo. Cada vez son menos aquellos que se dejan asustar por personajes que ya no nos parecen tan malos, o será que el cultivo del alma ha dejado de ejercerse. Esa cuestión no corresponde discutirla aquí. 

(Silvia Quezada)

Referencias

Bierce, A. (2001). Diccionario del diablo. Bogotá: McGraw Hill.

Chevalier, J. y Gheerbrant A. (1993). Diccionario de los símbolos, Barcelona: Herder.

Paz, O. (2001). El laberinto de la soledad, Madrid: Cátedra.

 

Zavala, L. (2000). La ciudad escrita: antología de cuentos urbanos con humor e ironía, México: Solar, Ediciones del Ermitaño.