Bañuelos Salcedo, Raúl (2004). Cantos del descampado. Filo de Caballos/ Ediciones Arlequín. Edición bilingüe español/ francés. Tr. Françoise Roy.

“La poesía construye la inmanencia con lo efímero y propicia inminencias al poema”. Después de leer una frase como esta que apunta Raúl Bañuelos en Cantos del descampado (Filo de Caballos / Ediciones Arlequín, 2004), cualquier intento formal por describir el poema resulta absurdo; el poema no es sólo un tipo textual, no necesariamente es la expresión del “yo poético”, tampoco es la máxima expresión de la palabra escrita, ni es sólo la suma de sus versos. El poema tiene como cualidad el vuelo, “El vuelo lo hace ser: funda/ Su galope ahorita mismo”. Y al terminar de pasar la vista por lo escrito, el lector del poema lucha por asirlo, por quitarle su atributo fugaz.

Si se ve como lección, toda vez que se llega al último punto de la última hoja de un poemario de Bañuelos (no solamente de este), no se ha aprendido mucho del autor, es decir, de la visión del “él” poético; en el mejor de los casos, se ha aprendido a hurgar lo que hay de poesía en la composición de lo inmediato. Lo inmediato, si breve, es inmensurable, pues lo mismo se fija por el humo del cigarro, que por la lluvia de allá afuera, o por el deseo; está en la muchacha en bicicleta; es el árbol, la jornada, las lecturas, los autores; se define en la música de la rockola, en el juego infantil, en las calles pobladas o en todo ello junto.

Con Bañuelos se entiende que detrás de cada cosa está la poesía aguardando, y ahí mismo, también hay otras cosas, cotidianas, humanas, extraordinarias o naturales, si acaso sean las naturales las más grandiosas. Su poesía no es logos, no se funda en la palabra, es omnisciencia, lo deja ver todo desde donde mejor se pueda. Para explicar qué se lee cuando se lee Cantos del descampado, que sería, en todo caso, el cometido de esta reseña, lo mejor es no hacerlo, porque se trata de una experiencia que sólo puede ser siendo.    

Así pues, nada más puedo decir del libro, pero aún puedo reseñar la experiencia personal con el autor, es sólo una impresión actual, muy presente; le veo a media luz, cerveza en mano, Madero 553, Zona Centro, Guadalajara, Jalisco. Llueve, o no, pero cae la tarde; él en la cabecera de la mesa, que era redonda; a los costados, Raúl Aceves, Arturo Suárez, Felipe Ponce, Fernando Toriz, Alejandro Zapa, Pato, Jorge Orendáin, Luz Balam, Jaime Casillas, César López Cuadras, y un largo “entre otros” que eran ellos mismos, y que ahora podrían ser una singular antología de la naciente poesía en la Guadalajara de fin de siglo. Yo, joven ávida de palabras, aspiraba a comprender lo que se decía ahí, a puertas cerradas. Mi impresión de Raúl Bañuelos evoca aquello, si bien de ahí no aprendí nada sobre poesía, porque eso lo aprendí leyendo poesía, sí me persuadí de que la poesía no es sólo palabra sino presente o presencia, si uno se lo permite; ya después lo constaté.

Deje de asistir a las reuniones cuando tenía la certeza de que, de todos los que se reunían en ese lugar, sin conocerlos de nada, uno podría identificar al tallerista porque era el único que tenía, indudablemente, “algo” de Colibrí:

Todos los colibríes se vuelven el colibrí que uno

alcanza a deletrear sobre el papel de aire que ellos

escrituran.

Unifican el mundo disperso y diverso en

un momento solo, en una imagen completa, en una

sola proliferación. (Fragmento de “Los mil nombres del colibrí”)

No hace falta conocerle para percatarse de ello, si se le lee, es casi seguro que el lector no piense en el autor y su identificación con él, con lo que él dice; queda, de la identificación a la que se llega al leer poesía, siempre que se haga con atención y buena disposición, una muy peculiar con las cosas todas; del autor, se imprime, creo, la imagen de un colibrí, así lo veía yo en aquellos momentos de nostálgica juventud y, sin casualidad alguna, así lo veo ahora tras cerrar el libro que motiva este apunte.

 

(Helga Vega)